23 de agosto de 2011

Llamado de emergencia: la delgada línea entre la vida y la muerte


Gélido, extenso y oscuro –premonitorio tránsito al peregrinaje de la muerte– es el camino que lleva a la sala de emergencias del hospital Edgardo Rebagliati –donde la vida y la muerte es solo cuestión de minutos, cuando no segundos–. Por este rechazado lugar de paso, en continuo movimiento, siempre poblado y en el que nadie está tranquilo; tristezas, alegrías y esperanzas desbordan de sus paredes. Estratégicamente ubicado, cada hora se atiende aquí un mundo de historias que buscan no convertir lo absurdo del destino en angustia sino en ironía, al decir de Gorriti, sobre la cercanía de la muerte. Cielo e infierno van de la mano.


Dan las ocho de la noche y por ser domingo la procesión de taxis, con una media de cinco minutos, no cesa. Tres impacientes ambulancias, listas para despegar, dan la bienvenida a emergencia. Junto a ellas empiezan la desvelada dos paramédicos y dos vigilantes que resguardan la sala de Shock Trauma.

Comienzan la procesión los enfermos, quienes llevan la muerte en el rostro, junto a familiares impotentes. Cada uno llega como puede, pero ninguno preparado sobre cómo afrontar la situación. El primer caso grave en una mujer rápidamente trasladada en camilla a Shock Trauma. Además del tiempo, cuenta la experiencia médica. El diagnóstico es reservado, pero antes de morir hay que ganarse ese honor.

Como para acrecentar la angustia, una pequeña banca y un descolorido toldo articulan la sala de espera. El precario lugar en vano lucha por proteger a los visitantes de las pequeñas cuchilladas del viento capaces de penetrar hasta los huesos. La sala de espera, que por momentos tirita, se convierte al mismo tiempo en lugar de confesión, de arrepentimiento, de renovar promesas, de resucitar la Fe.

Son cerca de las nueve de la noche, y mientras nuevas casos llegan, sale la doctora. Al escuchar el diagnóstico, el hijo se vuelve a sentar, tras hundir la cabeza entre las manos, mira al suelo con ojos muy abiertos. Su madre a iniciado el camino a la nada, al inicio o a la continuación de algo.

Es de consenso general que nadie desea pisar dos lugares: las cárceles, ni los hospitales. La sola idea de morir o perder la libertad nos es insoportable. Por ello olvidamos rápido a los difuntos. No por ingratitud, sino por temor. Por tranquilidad para no recordar la única certeza en la vida: la muerte.

Afuera de emergencia, los minutos se vuelven horas y batas blancas apresuran el paso cuan fantasmas. De la certeza de sus órdenes depende si se deriva a otro lugar o se hospitaliza las incontables historias. Después de expresar, a través de las lágrimas, el amor a una madre moribunda, al hijo anónimo, el miedo y el sufrimiento le desfiguran sus rasgos. Todos tiritamos de frío, pero a él le tiemblan los labios. Impaciente, no cesa de caminar, turnándose los brazos entre los bolsillos y cruzarlos: sus nervios y culpas afloran a metros de distancia.

Cerca de las once, viene la calma. Mientras algunos médicos salen a calmarse y retardar el sueño con una taza de café, una enfermera técnica practicante me comenta indiferente: “En hospitales de EsSalud es tranquilo, hay más acción en el MINSA”. Las horas se vuelven eternas.

El rojo sonido de una ambulancia grita que un nuevo llamado de emergencia se aproxima. Lima duerme, pero el particular infierno continuará. Como al oxígeno, nadie se desprende del celular, desaprovechando el tiempo valioso que les da la madrugada para pensar en la muerte, conversar con ella, comprenderla, resignarse y aceptarla.

BONUS TRACK: La muerte quiere bailar. Una salsa cortesía de Sabor y Control. Azúcar.

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