20 de agosto de 2010

Internacional de Porto Alegre versus Chivas de Guadalajara: fue sin querer queriendo


Los privilegiados testigos del antiquísimo fútbol latinoamericano cuentan que la Copa Libertadores es un torneo especial. Distinto e incomparable a otra competición en el mundo. Se juega, vive y siente de una manera particular tal y como ha quedado registrado en la infinidad de anécdotas e historias de esta atípica manera de vivir el deporte de multitudes.

La final de la Copa Libertadores de este año 2010 no fue la excepción. Si Internacional de Porto Alegre (Brasil) quería ser campeón, no solo tenía que ganar en el campo de juego, también en los previos al partido, durante la ceremonia: fuera de los noventa minutos. El hecho de solo tocar la introducción del himno mexicano e interrumpirlo cuando los jugadores del equipo rival, las Chivas de Guadalajara (México), comenzaban a entonarlo, ante la notoria desazón en los rostros de los aztecas, es un acto descortés. De la misma manera, fue una falta de respeto al himno brasileño el comportamiento de Adolfo Bautista, jugador mexicano, al comenzar a calentar cuando este se entonaba. Hechos repudiables, sin duda, si no se entiende este torneo.

Para jugar (y ganar) este torneo cuentan esos detalles. La Copa Libertadores es una guerra criolla y popular. Se participa sabiendo a lo que te tienes que enfrentar y determinados por esa singularidad de entender esta pasión. Estos hechos son parte del juego.


Realidad muy distinta a la moderación y control que se vive en las celebraciones del máximo torneo de fútbol europeo: la Champions League. Sin el ánimo de hacer comparaciones entre estos torneos, creo que la diferencia pasa por la distinta manera de sentir el fútbol. Panorama que, tal vez, encuentra una explicación porque nos referimos a distintos tipos de sociedad. Podríamos mencionar, como ejemplo, las premiaciones. Mientras que en Europa está todo controlado al milímetro, cada personaje sabe el papel que realiza y su ubicación en escena, sin que nadie se salga del libreto; en Latinoamérica, el descontrol es inevitable. Locura que, aunque algunas veces lamentablemente derive en violencia, manifiesta el sentir local. Por ello, en este torneo no existen "buenos" perdedores que acepten recibir la medalla de plata, signo del segundo lugar. Mejor terceros que segundos.

Si existiera la posibilidad, seguramente, de que los miles de asistentes al partido final levantasen la copa y den la vuelta olímpica, se haría. Cuando sale victorioso el equipo, celebra la multitud. Esta competencia es una guerra popular, en la cual participa toda la población guiándose de once soldados y bajo la orden de un general, el técnico. Ganada la batalla, celebra el batallón y el pueblo.

Internacional ganó esa final

No estoy de acuerdo con quienes plantean que la final sea en un partido único y en un estadio neutral. El campeón merece tener el honor de salir victorioso en casa, con tu ejército, haciendo valer la localía o ser villano y ganar con solo tus once soldados contra todo un ejército, y en el campo rival, como narran las épicas batallas de valerosos guerreros medievales.

Comparar el nivel de juego o la pasión de sus hinchas entre la Champions League y la Copa Libertadores sería inadecuado. Se tratan de distintas formas de entender el juego y la vida. Sin embargo, estoy en el grupo que disfruta más un buen partido del máximo torneo de fútbol latinoamericano. Obsesión de multitudes.
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17 de agosto de 2010

La orgía (extracto del libro 'Afrodita' de Isabel Allende)


Los siguientes párrafos corresponden al libro Afrodita de Isabel Allende, novelista y periodista chilena. Obra curiosa y llamativa que relaciona el erotismo y la gastronomía. En estas líneas, la autora describe históricamente, con el sentido del texto, sobre el placer y la religión:

(...)

En un libro sobre el Imperio romano averigüé que la idea es tan antigua como la humanidad. Con diferentes pretextos, desde fechas religiosas hasta victorias guerreras, las parrandas privadas y las bacanales públicas servían de válvula de escape a las tensiones cotidianas y los pesares del corazón. No existía entonces el problema de la sobrepoblación, por el contrario, se trataba de traer cantidades de niños al mundo; la fertilidad era celebrada por todas las civilizaciones antiguas en festividades orgiásticas. Por una cuantas horas o días, las reglas y leyes pasaban al olvido y el populacho se volcaba a la calle en alegre mezcolanza de mujeres y hombres, nobles y plebeyos, virtuosos y pecadores. De allí provienen nuestros desteñidos carnavales modernos, que con muy pocas excepciones son tristes simulacros de las bacanales de la antigüedad, cuando el desenfreno se apoderaba de las almas y había permiso para embriagarse y fornicar sin medida.

Fiesta dionisíaca
Antes del triunfo del cristianismo en Europa no existía el concepto de compasión o de amor al prójimo, a nadie se le habría ocurrido tampoco que le sufrimiento físico fuera provechoso para el alma. La idea de negar el placer con el propósito de desarrollar un estado superior de conciencia ya se había formulado, pero no tenía gran aceptación popular. La filosofía espartana basada en la severidad y la disciplina sólo tuvo adeptos entre guerreros. Epicúreo representaba mejor la tendencia de su tiempo: la tierra y lo que contiene fueron creados por los dioses para el uso y goce de los hombres. En las culturas griega y romana el placer era un fin en sí mismo, en ningún caso un vicio que luego fuera necesario expiar. Las clases altas vivían en el ocio, ajenas por completo al sentido de culpa, puesto que el trabajo no era virtud sino fatalidad, indiferentes a la suerte de los menos afortunados y rodeados de esclavos a los cuales podían atormentar a su antojo...

Al final, exhaustos y a menudo enfermos, los invitados regresaban a sus casas a purgarse, sin sospechar que en las cocinas, en los patios, en las calles, en todas partes los esclavos propagaban en susurros una extraña fe que habría de acabar con el mundo tal como ellos lo concebían. Esa nueva religión se basaba en amor a otros seres, sobre todo a los más pobres y desdichados, simplicidad en las costumbres y negación de todo aspecto placentero de la existencia; los sentidos y los apetitos eran trampas satánicas que conducían las almas al infierno y por lo tanto debían ser dominados con determinación férrea. Imagino la sorpresa burlona de los ricos romanos cuando oyeron las primeras prédicas de los nuevos fanáticos... Jamás supusieron su repercusión y siguieron riéndose mientras el cristianismo se propagaba entre los pobres como un incendio incontenible, que finalmente los arrasó. Habrían de pasar varios siglos de oscurantismo antes de que se asentaran las cenizas, se disolviera la humareda y Europa recuperara el respeto por los sentidos y el gusto por el despilfarro.

Príapo, dios de la fertilidad
Durante la Edad Media el arte, el lujo y la belleza se convirtieron en motivos de sospecha; el deleite pasó a ser fuente de culpa y el propio cuerpo se transformó en enemigo del alma que albergaba. Sufrir en esta vida era la forma más certera de alcanzare eterno regocijo en la próxima. Grandes santos del cristianismo tuvieron como único mérito atormentar sus cuerpos hasta lo inconcebible... Los creyentes, pasmados, se inclinaban ante este espectáculo que supuestamente complacía a Dios. Hubo excepciones, claro está, siempre las hay entre ricos y los sabios: algunos nobles y prelados de la Iglesia que nunca abdicaron de la buena mesa y las mujeres hermosas; también viajeros que descubrieron las maravillas del Oriente en las Cruzadas y regresaron con el gusto por las especias exóticas, los perfumes, las ciencias y las artes olvidadas desde los tiempos del Imperio romano, pero esos refinamientos quedaron relegados a unos cuantos sibaritas de las clases dominantes. La gran masa humana vivía en la miseria, la ignorancia y el miedo. El hedonismo de los griegos y romanos, quienes consideraban el placer como el fin supremo de la existencia, fue remplazado por la sombría creencia de que el mundo es un lugar de expiación, un valle de lágrimas donde las almas hacen mérito y sufren martirio para ganar un paraíso hipotético. Los antiguos festivales relacionados con la vendimia, la fertilidad, las estaciones o los dioses, pasaron a ser simples comilonas en temporadas de buenas cosechas y las orgías fueron exabruptos brutales de la soldadesca victoriosa a la hora del saqueo. Durante mil años el cristianismo destruyó sistemáticamente a los dioses anteriores, borrando sus huellas con métodos bárbaros, enterrándolos en los sombríos rescoldos de la memoria, transformándolos en demonios y quemando en la hoguera, acusados de herejes y brujas, a quienes tuvieran la mala suerte de recordarlos. Cuando la Iglesia no pudo suprimir del todo las festividades paganas, las asimiló a su propia liturgia. Así es, por ejemplo, cómo los panes fálicos y en forma de genitales femeninos que se usaban en las festividades orgiásticas, tomaron aspecto redondo con una cruz encima y pasaron a llamarse bollos de Corpus Cristi. Pero a veces la deidad destronada no se dejaba avasallar: durante el Carnaval en Trani, Italia, se paseaba por la ciudad una estatua de Príapo y su enorme falo de madera era venerado como Il Santo Membro. Mientras más represión soporta el ser humano, más ideas rebeldes emergen en su imaginación supliciada. Hubo una secta cristiana eslávica, los Khlysti, que celebraban ceremonias orgiásticas donde hombres y mujeres copulaban en representación de la unión divina de Jesús y María, en medio de una borrachera general con cánticos, danzas y flagelaciones. Estos ritos ocurrían después de meses de abstinencia, castidad y ayuno, durante los cuales las parejas casadas dormían en la misma cama sin tocarse.

Las orgías han existido siempre, gracias a Dios, incluso en tiempos de la Inquisición o de los puritanos, cuando todo el mundo andaba vestido de negro y las paredes se decoraban con lúgubres cruces, pero han sido más brillantes y divertidas en las épocas de la historia en que el placer se cultivó como un arte.

(...)
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