24 de septiembre de 2010

'Qué tiene que ver Vivaldi? - Tiene!' por César Hildebrandt

Artículo escrito por César Hildebrandt para la revista Variedades, el cuarto domingo de agosto de 1974, páginas 24-25.

TEXTO:

A usted le gusta Vivaldi. Toma entonces "Las Cuatro Estaciones" -porque a pesar del mohín desdeñoso que Vivaldi suscita en algún probable amigo melómano, usted sigue firme con "Las Cuatro..."-, coloca el disco en el más que probable stéreo, y escucha: cavidades y cielos, dominios del albatros, extensiones galopadas por una mariposa, y después, cuando llega el invierno, todo se resuelve en un fragor de invisibles batallas, todo remite a lo innombrado, todo es pánico y milagro, acabose y florecimiento.

Usted entonces puede pensar dos cosas. Primero, que su amigo melómano es un imbécil. Lo segundo es una pregunta: ¿por qué ese oscuro veneciano, profesor de violín del seminario musical del Hospital de la Piedad, ese cura asmático y semiparalítico, pudo convertir al infortunio en confesión universal, la soledad en ejemplo? Y a partir de ahí usted puede plantearse otras preguntas: ¿Por qué, casi tres siglos después, lo creado por Vivaldi nos sigue emocionando o perturbando?; ¿por qué lo que el Papa Inocencio XIII llamó admirable sigue siendo para nosotros, tercermundistas un tanto desfasados, fuente de deslumbramiento? Y también: ¿cómo es que soplando tubos perforados y rasgando ciertas hilachas se expresan desgarramientos o se fundan epopeyas, se logra presentir un mundo más allá de nuestras miserias o banalidades?

Neruda
Otro día, usted tal vez coja un libro de Neruda. Supongamos que sea el de sus Odas Elementales. Y supongamos también que usted se detenga en la Oda a la Cebolla: morosa oración panteísta, letanía fraganciosa de tierra, himno al más humilde estallido de los surcos, la cebolla de Neruda existirá, lo hará llorar -y de pronto cuidado con el mal aliento. Presumiendo que usted sigue en plan de difícil, podrían surgir algunas otras simples preguntas: ¿cómo es que se puede construir un mundo de palabras?; ¿por qué una determinada forma de adjetivar o de adverbiar nos empuja a una realidad que logró la más misteriosa autonomía? Y asimismo: ¿por qué ese gordo obispal y mujeriego, ese chileno comunista con cara de tortuga, pudo levantar un jardín en el que pacen vacas y los niños se revuelcan? Para decirlo espectacularmente: ¿qué insobornable secreto media entre la cebolla del lomo saltado y la cebolla de Neruda?

Admitamos, por último, que usted en uno de esos afortunados viajecitos, se halle en El Museo del Prado. Supongamos que pase delante de "La Virgen y el Niño" en versión del "Divino" Morales (pintor español del siglo XVI). El cuadro, que a primera vista no transgrede el realismo de la época, tiene, no obstante, una extraña fascinación. Seguro de que hay allí gato encerrado, usted se pondrá frente a él, se acercará y al fin percibirá el escándalo: el Niño ha metido una manita en el corpiño de la Virgen y ostensiblemente la tiene puesta sobre un seno. Pero eso no es lo importante. Si usted observa con detenimiento el rostro del Niño, verá, asomadas en sus ojos, las legiones de la libido, el atávico clamor de lo oscuro, nuestros más huraños fantasmas. Y usted también podrá preguntarse si eso es casualidad o descomunal premonición, si hay un hilo invisible capaz de unir al increíblemente impío pintor de temas religiosos del siglo XVI, y al descubridor del inconsciente, del siglo XX.

Misterio, misterio. El Gran Bonetón.

Tocado por el absurdo, el hombre es básicamente un salto al vacío. Cazador furtivo consciente de que todo lo que haga será en el fondo un inútil intento por posponer la muerte, el ser humano halla en el arte la más cabal expresión de ese desafío. No hay nada que se oponga con más derecho al vitriolo del tiempo que una obra de arte, nada que luche más desesperadamante contra el minucioso comején del olvido.

Hay un abismo de espanto entre el arte -por lo menos al arte "no indignado"- y la vida. Entre Vivaldi y los siervos florentinos, entre la Oda a la Cebolla y los pobladores de las ciudades callampas de Santiago, entre lo que pintó el "Divino" Morales y lo que pasa en las chabolas de España, hay todo un insidioso desencuentro. La perfecta armonía contra el desorden que nos violenta, el principio del placer y el de la realidad.

A ese punto queríamos llegar. No se trata de proponer una correspondencia inverosímil. Como postulación de la más grande utopía -el orden y la eternidad-, al arte será siempre el parto de los montes y el mundo por él creado no sólo la respuesta insurreccional de un individuo ante la realidad, sino también un exceso, una ruptura del promedio, un desatino de la especie.

Pero, Dios mío, una cosa es que el arte y la realidad sean dos niveles o dos categorías de la existencia, y otra es que el arte y la realidad se den siempre de patadas.

Suponga usted que en pleno concierto de Vivaldi empieza a pensar en el lustrabotas del otro día, en la Plaza San Martín: ¿qué edad tendrá: ocho, nueve, diez años? Tiene una uña morada, debe haberse chancado con la puerta de un carro, ¿vas al colegio?, iba, secamente, ya no, y cómo le suena el pecho, debe tener bronquitis o algo por el estilo, "renacuajo" le grita uno más grande y él se voltea y dice chetumadre, "renacuajo" le vuelve a gritar, pero él ya no hace caso, sigue dándole al trapo, agitándose porque el pecho es un temible crujir de papeles y el invierno de Lima está bravo y usted piensa darle algo, no sé, 100 soles tal vez, pero al final todo en tan difícil, usted piensa que sería inauténtico ponerse tal cataplasma en la conciencia -¿piensa eso o piensa en los 100 soles, cuatro cajetillas de Kent, un almuerzo el Ambiance?, y como usted es severo consigo mismo, y además es verdad, admite que efectivamente los 100 soles también pesan, y entonces sólo ¿cuánto es?, cuatro soles, usted le pasa cinco y no espera el vuelto, y ahora sí, filántropo de a sol, usted, yo , señoras y señores, es, soy, somos una, dos, innumerables mierdas.

¿Para qué tanto Vivaldi y tanto Neruda y tanto Morales si afuera uno tropieza a cada paso con el horror? En esta esquina el Concierto para Cuerdas y Fragto opus 51 y en la otra el Pecho-congestionado-en-pleno-invierno-y-apenas-con-una-camiseta-de-buzo-de-por-medio. Antes de empezar el programa quiero recordarles, amables espectadores que nos honran con su presencia, que la pelea de semifondo será entre Cebolla, luminosa redoma, escamas de cristal te acrecentaron y el Caldito-con-papasycabello-de-ángel-antes-de-salir-lustras-zapatos; y que el combate estelar, el que todos ustedes esperan, pondrá en una esquina a "La Virgen y el Niño" y en la otra el popular Niño-lustrabotas-que-no-va-al-colegio-, como ustedes saben cariñosamente llamado "Renacuajo".

Por supuesto que preguntarse para qué Vivaldi es pura demagogia.

No se trata de eso. Vivaldi propone una simetría, amplía el universo. Debe ser declarado absolutamente imprescindible. Para la salud, Vivaldi; para la enfermedad, Vivaldi; para el sueño, Vivaldi; para administrar una empresa, Vivaldi; para correr 100 metros planos, Vivaldi; para hacer el amor -especialidad de la casa-, Vivaldi. Lo mismo Neruda o Morales. No se trata de mala conciencia de pequeñoburgués -es decir no se trata sólo de eso- insuficientemente alcantarillada.

Declaramos de necesidad y utilidad pública oír a Vivaldi, leer a Neruda o ver a Morales. Cúmplase y archívese.

Se trata de decir muy claramente que no puede seguir existiendo tanta distancia entre Vivaldi y la realidad real.

Esa enemistad aciaga y violenta no sólo conduce a la mala conciencia sino, tarde o temprano, a la revolución.

Quien ame a Vivaldi y se instale provisoriamente en su mundo, no podrá admitir que detrás de la ventana aceche el mal. Tal vez seamos incluidos en algún Index importante por lo que vamos a decir, pero estamos convencidos que del respeto y el amor por la belleza, que del contacto con el arte y con la sabiduría (no malinterpreten demasiado, por favor) nace la más limpia vocación revolucionaria, la rebeldía más linfática.

Amar a Vivaldi, amar el mar, amar el bullicio de las aves o cierto verso de Pound, es adherirse a la vida y, definitivamente, enfrentarse al mal. Y el mal absoluto es la injusticia.

La revolución habrá de ser el colosal intento por acercar esos dos niveles, el arte y la vida, por reconciliarlos para siempre. Y de esa intersección todavía impensable deberá nacer un nuevo hombre. Y el arte dejará de ser la hazaña de la raza contradicha por el niño sin leche y los obreros explotados.

Mientras tanto, mientras esa reunión cumbre se produzca, vivaldianos, seamos consecuentes. (C.H.)
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