21 de abril de 2011

La Piedad del Presidente: Sánchez Cerro ante la muerte


Jorge Basadre decía que era “un hombre muy hombre y un peruano muy peruano”. Impávido, astuto, nacionalista, para quienes lo conocieron. Al pie de su tumba, en el cementerio Presbítero Matías Maestro -donde están algunos de los hombres y mujeres que escribieron la historia del Perú-, compruebo lo que me dijeron hace unos días: describir a Luis M. Sánchez Cerro será siempre difícil.

Sánchez Cerro nació en 1889, mientras el Perú se levantaba de la Guerra por el guano. Según sus biógrafos era humilde pero cálido. Entonces, contrasta demasiado su personalidad con el monumento que le erigieron. Como en la Piedad del Vaticano, la Patria recibe en su regazo el cuerpo sin vida de un idealizado militar y peruano.

La Patria, representada en un hombre con casco y capa, mira vigilante, unos metros más allá, el mausoleo de Óscar R. Benavides -aquel militar que 'extrañamente' sustituyó a Sánchez Cerro, horas después del atentado que acabó con su vida-. La muerte los volvió a unir. La Patria cuida atentamente el cadáver del soldado que desde joven anhelaba servirla; protege al militar de origen humilde y piel trigueña que no nació para coleccionar billetes, sino heridas. Lo lleva en sus faldas con el amor de una madre a un hijo.

En días de tardes frescas, bailoteaba en mi pared una descolorida imagen de Sánchez Cerro. Era un cuadro de mi abuelo. Él lo admiraba no solo por ser su paisano, sino por su carácter. "Era el arquetipo del caudillo y expresión viva de nuestro mestizaje", me decía cuando hurgaba en su memoria. En todas las imágenes sobresalía su buena presencia y la sumisión de todos sus cabellos. Ni en su monumento ha perdido la galantería.

A su entierro fue una multitud de seguidores. Era el homenaje al hijo del pueblo que llegó a ser Presidente. El dolor era hondo y desgarrado. Y con ese sentimiento diseñó Romano Espinoza, uno de los más destacados escultores peruanos de mediados del siglo XX, su monumento fúnebre. Imponente escultura de bronce solo comparable a la humilde tumba del Cantor de América, José Santos Chocano.

En la derecha del mausoleo, el escultor colocó un escudo en el cual ebulliciona el Misti, en remembranza al levantamiento militar que Sanchez Cerro encabezó en Arequipa para poner fin a la dictadura de Leguía. A la izquierda, una espada adornada con dos laureles recuerda su aureola de militar bueno y bizarro. Hoy yacente, su cuerpo mira al mismo sol que 80 años atrás lo empujó a empuñar las armas. Tras el olvido de la historia un gallinazo merodea su tumba.

A distancia suenan los cañonazos que Grau encendió en 1879. En un rincón, olvidado, José Carlos Mariátegui se lamenta. Gonzales Prada se retracta, los jóvenes solos no podrán acabar con la obra tanto tiempo postergada.

Sánchez Cerro no le quita la mirada al sol. Paciente y sereno perdona los gestos de racismo, superioridad y desplantes que la oligarquía le hacía en las fiestas oficiales, y ahora reposan a su lado en busca de perdón.

Su gobierno estuvo lleno de luces y sombras, de aciertos y errores. Entre 1931 y 1933 el Perú vivió años violentos acrecentados por la crisis económica internacional (el Crack del 1929), en especial, por la dependencia del país a los capitales -préstamos- norteamericanos. Terrible crisis marcada por una serie de sucesos sangrientos como el sucedido en Trujillo en 1932, "El año de la barbarie". Él no tenía enemigos, tenía adversarios. Hoy sus adversarios son el polvo y la fragilidad memorística de los peruanos empecinados en repetir la historia.
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16 de abril de 2011

El camino diario hacia la Universidad: tolerancia cero


Finalmente he llegado. Aterrizo -¡sí!, he aterrizado- en mi destino después de sortear escalas en improvisados paraderos y sobrevivir a correteos. Dice la Ley de Murphy que si algo puede salir mal, saldrá mal. Mi viaje a la universidad salió mal: llegué tarde y angustiado. Atemorizado como Paco Yunque en su primer día de clases.

El despertador me anuncia el inicio del día, aunque estoy despierto hace minutos -esperando mecánicamente el maniático sonido-. Debe ser la ansiedad. Sin embargo, nadie tiene la culpa de que amanezca. Le resto minutos al sueño, pero ya es tarde. Dan las seis de la mañana y, para colmo, escucho las noticias. Las buenas nuevas son siempre las mismas -y paradójicamente son siempre malas-. Como de costumbre, salgo apurado. Ya son las 6:30 a.m. No hay tiempo para rezar.

¡Súbete!, me ordena el cobrador. Sus gritos no son serpentínicos como los que escuchaba César Vallejo a la hora del bizcocho. Al día paso más de dos horas en estos improvisados vehículos limeños. De ello he sacado algo positivo: a diario aprendo de autos. Es divertido. Me emociona notar que los volkswagen se niegan a morir. Es increíble cuánta creatividad hay en los lemas de los carros. Estamos polarizados: si no es Toyota es Nissan. No hay más.

No sé quién me lo dijo, pero a diario compruebo que es cierto: la única ley que no se ha violado en el Perú es la de la gravedad. En el transporte lo confirmo. Mi chofer conduce irresponsablemente. Él escucha, a todo volumen, alguna cumbia de Tony Rosado, yo, cantos fúnebres. Maneja como si jugara Play Station. Siento que estoy en una aventura computarizada recorriendo calles virtuales.

Arranca el vehículo y mi cuerpo se va para atrás. Las curvas -las de las féminas y las de las carreteras- enloquecen al chofer. Él se entretiene, yo me contengo. Por ratos me siento como los maniquís que se usan para experimentar los efectos de la inercia automotriz en la gente. Frena y voy para adelante. Play Station de verdad. Solo que esto es la vida real.

Noto que el chofer sonríe en silencio. Me quejo. Fuenteovejuna no me apoya. Todos esperan llegar temprano. Cueste lo que cueste. Es mejor perder la vida en un minuto que seguir viviendo un minuto más de esta vida.

Mientras avanzo por las angustiantes calles, la ventanilla me muestra fotografías de una ciudad en constante movimiento. No solo por las contaminantes gigantografías que colorean a Lima, sino básicamente por los expresivos rostros de sus transeúntes. Ya estoy cerca.

Huele a húmedo. Los pasajeros transpiran, las mujeres también, lamentablemente. El ambiente está cargado -estamos en los inicios de abril- pero el sol nos aturde. Por todos lados, Lima me recuerda que las molestias pasan y las obras quedan -eslogan trillado y calculador-. El camino se ilumina tanto que parece retocado con Photoshop. Irremediablemente, llegaré tarde.

Frente a nosotros un vehículo se detiene. Por suerte para la humanidad, el chofer no se ha quedado ciego. Pienso: "nos hemos salvado de una terrible epidemia". Saramago lo predigo pero nuestra ceguera es mental.

Si el hombre es un animal de costumbres y en Lima siempre es hora punta, entonces tarde o temprano nos adecuamos al caos vehicular. Unos duermen, muy pocos leen -la mayoría lo hace para no ceder al asiento-.

San Marcos se aproxima y el cobrador me lo recuerda. Bajo del carro y al fin termina mi secuestro. Una cárcel para alguien acostumbrado a la libertad. Sigo vivo. Noto que involuntariamente no pagué pasaje. Hice mi "faenón". Aprovecho esos céntimos y esta vez no solo leeré las portadas de los diarios -como todo buen peruano-. Hoy me compraré uno.

Envidio de los superhéroes no poder volar. Es demasiado temprano, pero para mi segunda clase.  Llego a las 8:20 a.m. a la espera de compresión. Sin embargo, para mi alivio, el profesor tampoco ha llegado.
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1 de abril de 2011

Habla el pasado: breve historia de San Juan de Lurigancho


Si algo caracteriza a  San Juan de Lurigancho (SJL) es la migración, la cual no comenzó a partir de 1950, sino, aproximadamente, 800 años atrás. Entre los siglos XII y XV diversos señoríos y cacicazgos andinos ocuparon la costa central peruana, especialmente Lima, producto de la desarticulación del imperio Wari -periodo históricamente llamado: Intermedio Tardío-.

Uno de esos tantos pueblos andinos que llegaron fueron los Ruricancho. Habitantes de la sierra sur peruana, probablemente del Altiplano, que se asentaron al Este de Lima formando una red de curacazgos -convirtiéndose, así, en el principal antecedente de los actuales luriganchinos-.

Ruricancho es una palabra quechua que significa "los canchos del interior". Cancho o Kanchu designaba a un ave de plumaje colorido. Se cree que los jefes ruricancho llevaban este apelativo porque usaban estas plumas para adornar sus cuerpos. Con el tiempo se cambió la "r" por la "l" producto de una probable influencia linguística altiplánica, como lo señala el historiador Juan Fernández del Valle. Entonces, Ruricancho devino en Lurigancho.

Debido a la última explosión urbana, sucedida en la mitad del siglo XX y acrecentada durante los años 80, los principales vestigios arqueológicos del distrito desaparecieron. Sin embargo, se conoce que los primeros hombres que llegaron a estas tierras fue hace 9 000 años a.C. Grupos de cazadores y recolectores en busca de nuevos recursos, como lo señala el arqueólogo Julio Abanto Llaque.

Con el sedentarismo de estos pobladores se desarrolló la horticultura y la crianza de animales, así como una rápida evolución cultural -que se evidencia en sus construcciones arquitectónicas, sus pinturas rupestres y su cerámica-. Según el investigador Lorenzo Roselló, aproximadamente 2 500 años a. C. se hicieron los Geoglifos de Canto Grande -líneas 2 000 años más antiguas que las de Nasca-.

Con el transcurso de la historia, diversas culturas -más poderosas e influyentes- gobernaron a los primeros pobladores, como sucedió en el tiempo en el que prevalecieron los Chavín y la cultura Lima. Al decaer el imperio Wari surgió el señorío Ychma en la costa central -durante el periodo que conocemos como el Intermedio Tardío-. Dicho señorío agrupó a varios curacazgos entre ellos a los Ruricancho. En 1470, los Incas conquistaron a los Ychmas, quienes decidieron anexarse pacíficamente al Tahuantinsuyo. Producida la invasión española, estos territorios fueron ocupados por encomenderos españoles. La encomienda de Lurigancho funcionó hasta 1571 cuando se crearon las reducciones -es decir, asentamientos de indígenas-, por orden del virrey Toledo. Así nació la reducción San Juan Bautista de Lurigancho en honor al santo que los españoles le otorgaron al lugar  -de cuya combinación nació el actual nombre del distrito-.

Durante el siglo XIX San Juan de Lurigancho fue testigo de los principales movimiento políticos del país como la Independencia del Perú, la libertad de los esclavos, la Guerra con Chile, entre otros. Hasta que el 13 de enero de 1967 el arquitecto Fernando Belaunde Terry le dio la categoría de distrito. Debido a la reforma agraria muchos terrenos fueron vendidos para crear urbanizaciones y cooperativas de vivienda. Entonces, el distrito creció demográficamente principalmente de inmigrantes andinos.

Los Ruricancho, entendidos como cultura, desaparecieron en el siglo XVII debido a que gran parte de la población murió durante las guerras civiles que enfrentaron a los españoles, según cuenta Fernández Valle. Además de no soportar las nuevas epidemias y enfermedades que tuvieron que padecer.

San Juan de Lurigancho se convirtió en el distrito más poblados en parte por las políticas centralistas de los gobiernos, la migración del campo a la ciudad, el fracaso de la reforma agraria y los múltiples problemas a causa de la violencia social vividos durante los años 80. Un distrito con pasado precolombino y colonial, heredero de una estirpe cuyos antepasados se remontan a los inicios de nuestra historia.

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